Vida de Henry Brulard (II)



Stendhal está a punto de cumplir cincuenta años y se dispone a conocerse: “¿qué he sido?, ¿qué soy?… Paso por ser un hombre de mucho ingenio y bastante insensible, hasta inmoral, y veo que he estado ocupado constantemente por desdichas amorosas”. El cincuentón Beyle, pues, se propone examinarse y para ello recurrirá al ejercicio de la memoria. El repaso de su vida, desde su más tierna infancia, habrá de revelarle cómo llegó a ser el que es. Le molesta la cantidad de veces que tendrá que usar el “yo”; teme recordar a Chateaubriand, “ese rey de egotistas”. No lo sabe, desde luego, pero le quedan solo nueve años de vida, pues morirá en 1842, antes de cumplir los sesenta (providencial coincidencia: morirá a la misma edad que Montaigne, ese otro gran apologista de la vida y la felicidad, su hermano espiritual).

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Fallecida su madre, el pequeño Henry queda en manos de su padre (personaje sombrío, frío, reaccionario), su tía Séraphie (fanática religiosa) y un feroz tutor jesuita. Comienza, entonces, la denominada tiranía Raillane, que amargará su infancia. Allí nace su profundo odio por la opresión, por la religión, por la mojigatería, por la hipocresía. Solo en su abuelo (un médico culto, bonachón, pero débil de carácter) encontrará algún consuelo. Y en los libros, claro. Una lectura sobresale entre todas: “Don Quijote me hizo morir de risa. Recuérdese que desde la muerte de mi pobre madre yo no había reído; fui víctima de la educación religiosa y aristocrática más escrupulosa… ¡Júzguese el efecto de Don Quijote en medio de tan horrible tristeza! El descubrimiento de ese libro… es quizá el mayor acontecimiento de mi vida”.

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